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Media hora antes del show, el 9 de diciembre, el público, agolpado ante la puerta de la galería, interrumpió el tránsito y reclamó estentóreamente que la fiesta empezara. En la primera sala se veía una pared decorada con viejos paneles de un cafetín del Bajo, abrumados por opulentas vedettes finiseculares; debajo de ellas, sendos cartelitos advertían: Mi tía María del Rosario Greco – Mi tía Ursulina Greco. Dos melancólicos lustrabotas (los que paraban en la esquina de Florida y Córdoba y en la de Florida y Paraguay) aparecían sentados ante bastidores blancos, rodeados de pomadas, cepillos y frascos de tinta. Alberto Greco entró vestido de almirante o embajador (nadie lo supo nunca), con una banda cruzándole el pecho y un aludo sombrero negro desbordante de plumas multicolores. Trepó a una tarima, y desde allí esparció sobre la concurrencia claveles y banderines con la efigie de Palito Ortega, Luego, con su voz gangosa y temblequeante, leyó un manifiesto que acumulaba medio centenar de obscenidades y palabrotas. Harta del encierro, la comitiva de Greco decidió trasladarse a la Plaza San Martín, al compás de la Marcha de San Lorenzo: el bailarín Gades ensayó un fandanguillo al pie del monumento, mientras Greco pintarrajeaba sobre un bastidor en blanco. En aquel momento, con pose de agur, explicó al público lo que quería decir vivo-dito: «es lo que se señala con el dedo, lo que se muestra, lo que ocurre»”, citado en López Anaya, Jorge. Historia del arte argentino. Buenos Aires: Emecé, 1997, pp.237-238.