Todos los días Distéfano recorre “una patética carretera que, en otros tiempos, estaba iluminada. Ahora, sólo quedan los postes tumbados o retorcidos, con restos de cables flameando como pelos inútiles. A sus costados, un paisaje de basura acumulada arde en pequeños fuegos”. Así él mismo lo describe.

Infiernos cotidianos, marginalidad, violencia. Son sus esculturas-paisajes de 1992/93.

Alteraciones de distancia, posición, escala. Figuras larvadas, cuerpos cercenados. El paisaje suburbano tiene resonancias de cataclismo visto por Brueghel en El triunfo de la muerte.

En Di doman non c'é certezza, 1993, el título alude a un pequeño poema de Lorenzo de Médicis sobre la transitoriedad de la vida. Sucesión de escenas sobre la línea demarcatoria de una ruta: sodomía-violación-desintegración corporal-pulsión de muerte. Aquí el hombre se ha empequeñecido hasta hacerse casi un insecto. “Lo envilecido nos confronta con estados de fragilidad en que el hombre vaga en territorios de la animalidad”, afirma Kristeva (72). La metamorfosis en los infiernos cotidianos.

Una absurda irrealidad de ojos desorbitados, cuerpos reducidos, pérdida de identidad humana. Lo más doloroso para un torturado es confrontar la apariencia física del torturador. Hombres que devoran hombres.