Lepoldo
Marechal, Adán Buenosayres, Madrid, Clásicos Castalia,
1994, edición de Pedro Luis Barcia (primera edición: Buenos
Aires, Editorial Sudamericana, 1948). Se ofrecen dos pasajes relativos
al verano en Sanary-Sur-Mer.
"¡Mañanas
fragantes de Sanary, junto al mar latino! Monsieur Duparc, tu maestro
de armas, desciende ya el áspero sendero de las higueras: acabas de
recibir tu lección matinal en aquella plataforma de verdura, bajo
los pinos que crujen en la mano del viento cual otros tantos
mástiles
de bergantín,
y, sin abandonar aún el florete y la máscara, contemplas desde
tu altura un pequeño universo de formas que cantan al sol. A tu izquierda
está el edificio de la quinta, en cuya terraza Badi, Morera y Raquel
están pintando con los ojos vueltos hacia el mar; detrás del
edificio, y emboscado en la maraña, Butler acomoda su caballete, absorto
ya en el color verdenigma que le proponen los olivares; la era
redonda se dibuja más lejos, y sentada en su borde madame Fine,
la propietaria, cuenta, elige y adora sus bulbos de narciso;
a tu alrededor colinas asoleadas, viñedos y olivos resplandecen hasta
el horizonte; al frente se abre la pequeña bahía de Sanary,
con su mar de color violeta, sus montañas al fondo y su caserío
blanco, celeste y rosa instalado en la ribera como una bandada
de palomas dormidas. Comienzas a sentir una embriaguez más pura que
la del vino, y algo así como
un preludio de canto aletea en tu ser cuando bajas al mar por
el sendero de las higueras: coleópteros azules y negros huyen de entre
tus pies; bajo tu sandalia ruedan los guijarros y crujen las
conchas marinas; los caracoles dibujan sus trazos brillantes
en la musgosa piedra de los taludes; alto ya, el sol enardece
toda savia, y un olor de fragantes resinas desciende como tú de
la tierra al mar. Y de pronto, una gran revelación de índigo
entre los cipreses: el Mediterráneo." [pp. 573, 574]
Horacio
Butler.
Playa, s/d
Sanary-Sur-Mer,
1930
* * *
"Habrías
detenido aquel hermoso tiempo, y edificado una eternidad con lo mejor
de aquellas horas estivales; pero el sol ha entrado en Libra, y los viñedos
enrojecen al anuncio del otoño. Durante la mañana y la tarde
has vendimiado, con tus amigos, la viña de madame Fine: los
racimos polvorientos han enriquecido las cestas de mimbre y están ahora
en el lagar, esperando su transformación dionisíaca. Por la noche
se dará un
baile rústico en la colina: Badi, Morera y Butler disponen ya el arreglo
de la casa, mientras que madame Fine, con estudioso método,
explora los rincones de su bodega. Es la víspera de tu marcha, y en
el semblante de las cosas te parece advertir un gesto de adiós. Horas
después, en medio de la noche, guías a los invitados por el sendero
que conduce a la casa: la tiniebla, el silencio y la soledad han puesto
en boca de madame Aubert una sombría historia de aparecidos;
y la imaginación de tus acompañantes ya está excitada,
cuando llegas con ellos frente a la colina. El portón de hierro chirría
lúgubremente al abrirse: ¡bien chirriado, portón! Uno a
uno los invitados trasponen el umbral, y sus ojos tratan ahora de orientarse
en la negrura. De pronto gritan las mujeres, pues acaban de tropezar
con piernas oscilantes de ahorcado; ríen luego, al abatir los dos o
tres peleles que Badi colgó de las higueras. Y entonces una luz de bengala,
chisporroteando súbitamente en el olivar, hiere los ojos, pone un temblor
azogado en las sombras e ilumina el baile de dos fantasmas que hacen
cabriolas en la era, mientras alguien, hombre o diablo, aúlla entre
los pinos inmóviles.
Cuando el silencio y la negrura se han reconstruido, enciéndense todas
las luces de la casa, irrumpe la música; y madame Fine, desde
la terraza, ofrece a los invitados que llegan el primer vino de la noche.
Giran las parejas en la terraza: el alférez Blanchard, casi un niño,
baila con Ivonne, la cual parece distante y sola entre sus brazos. En
el ángulo
derecho de la terraza, las viejas dames, copa en mano, sacan a relucir
el esplendor de sus antiguos días; las tres adolescentes de Nimes, en
el ángulo izquierdo, juntan sus cabecitas de oro, cambian entre sí angustiosas
impresiones de aquel mundo que no se les abre todavía, y picotean con
sus largos dedos las uvas negras de una fuente que Butler ha colocado
en la barandilla de la terraza con la intención de pintar una nature
morte.
Cuando cesa la música, se oye un coro de voces que cantan en el pinar
una vieja canción de vendimia, o el murmullo excitado de los niños
que asaltan en la sombra las higueras. Después, como la luna se levanta
sobre los collados, el baile continúa en la era del trigo. Bailas con
Ivonne, y una vez más el alférez Blanchard, tras de mirarte con
angustia, se aleja entre los olivos del huerto: es necesario que le hables
esa noche y le digas qué valor tiene aquella mujer a tus ojos. Pero,
cuando sales a su encuentro en el olivar, sólo le anuncias tu partida:
lees la sorpresa, el gozo y la turbación en aquel semblante de niño;
y en el fervor de sus palabras te sientes ya lejano, como si hubieras
partido hace muchas horas. Con todo, el alférez Blanchard se resiste
a darte aún el adiós definitivo: quiere despedirte mañana,
en su nave de guerra. Es así cómo al día siguiente cruzas
las aguas de Tolón en una canoa que vuela por entre grises acorazados:
trepas la escalerilla del "Bretagne", y conducido por Blanchard avanzas
a la sombra de los grandes cañones. Y ciertamente, se han cambiado luego
brindis tan numerosos como imprecisos en la cantina de los oficiales:
después,
en su férreo camarote, Blanchard te ha leído versos de su cosecha,
en el tono de Rimbaud. Atardecer final en Sanary junto a la torre fenicia
que aún se levanta en el extremo del promontorio: el mar lame las rocas
llenas de valvas negras, y aunque no corre viento, los pinos guardan
su inclinación
de combate, como si los doblegara un mistral invisible. Tu sombra y la
de Ivonne se alargan, paralelas: has ignorado la forma que tienes tú delante
de sus ojos, pero sus ojos lloran en el instante definitivo. Y regresas
al fin, en soledad de cuerpo y alma. “¡Pudo ser! ¡Pudo ser!",
aúlla un demonio en las colinas distantes." [pp. 576-578]