con luces jamás rotundas, siempre sugerentes, que contribuyen a la creación de ese clima concebido previamente y que irá perfilando su forma de expresión [...].
A partir de 1980, en aras de ese progresivo despojamiento que va registrando su obra de retratista, Rivas sitúa a sus modelos en un ambiente aséptico, desprovisto de cualquier tipo de concesión, de cualquier efecto de luz evitando que sus fotografiados puedan escapar de la soledad impuesta más que a través de su sometimiento a la doble mirada escrutadora de la cámara y el fotógrafo. Hay algo de purgatorio, de disección del alma, en su ceremonia de desnudo. [...]
Rivas, en cambio, asume la función de espejo para devolvernos sin fastos, sin adornos, sin engaños, nos guste o no, la lúcida y a veces cruel visión de uno de los más auténticos aspectos de la frágil naturaleza humana. Nos lo recuerda, mostrándonos lo que somos también bajo y más allá de los disfraces usados cotidianamente, haciendo visibles las huellas que el tiempo ha marcado en cuerpos y espíritus. El empleo de cámaras de gran formato, su perfeccionismo técnico, la extremada minuciosidad con que elabora sus copias, no son sino elementos en los que él apoya y potencia esa mirada escrutadora e implacable.