Espacios clausurados, estancias cerradas, ventanas tapiadas, muebles envueltos en sábanas, habitaciones para el derribo. Rastros de algo que ha sucedido o está por suceder: camas abiertas. Fachadas descascarilladas, solas en medio del derribo. Muros que aluden a una ausencia de modo más elocuente que exponiendo la ausencia misma. Cicatrices del muro que se mantiene incólume, no se sabe si por más días; pero, en el instante atemporal de la imagen, el muro es una roca que resiste el embate del desmoronamiento, callado y sereno, como silenciosa e implacable se extiende la atmósfera de la transformación.
Hay una especial atención a la fragilidad de las cosas y, por otra, un aproximarlas hasta el filo, el borde, la caída. Los retratos son un ejemplo de esto último. De lo primero, el repertorio de las de(s)funciones de hábitats y, todavía más, cuando el fotógrafo, que siempre interviene, lo
hace de modo patente: adhiriendo la corola marchita a la tabla de picar carne con un trozo de cinta adhesiva.
La casamata en medio del descampado, la fuente en el solar desolado, fijan una referencia, con su carácter periférico-exterior, en medio del abandono, y un afán de sujeción en el transcurso del derribo circundante. Un ancla al que sujetar la mirada.
La demolición, el cambio, la permanencia. Un repertorio iconográfico amplio y abierto por la ambigüedad. Farolas encendidas en la incierta luz del crepúsculo. ¿Es el alba o el ocaso, el principio o el término? Puede saberse que, técnicamente, la luz del crepúsculo vespertino alarga las sombras y añade dramatismo a la escena. Pero qué importancia tiene esto, si lo que el ojo percibe es la luz que se proyecta sobre lo que está, sin definir un comienzo o un fin. [...]