la elocuencia de los rostros y los objetos: todos “hablan” sobre el telón de fondo de un mutismo que ahonda su secreto más que desvelarlo, indica la reticencia última de una claridad inaccesible a la mirada. La mirada de Rivas asedia una imagen fija de algo indetenible: el tiempo. Y logra apresarlo en la quietud taciturna de los parajes desertados, en la neutralidad expresiva de tantos rostros, viejos y jóvenes. Al cabo de su búsqueda, la cámara aprende a detectar la labor sigilosa y erosiva de un tiempo anónimo, pasado o por venir, un tiempo indiferente a personajes y sucesos, a cualquier imagen fija que sólo muestra en la eternidad artificial de la placa su ser efímero, trabajado por el azar, la historia o el olvido.
Rivas sabe que el modo fotográfico de confirmar la existencia de las cosas y de los seres es mostrarlos en el caleidoscopio de su apariencia, lo cual invalida al mismo tiempo
cualquier cristalización definitiva o dogmática de su sentido. Bajo el disfraz legitimado de lo cotidiano, el espejo de la cámara ha de saber ver y reflejar las posibilidades incumplidas o irrealizables del ser en el despliegue de un instante detenido; debe destrenzar la complejidad de una apretada torsión ontológica. [...] el espectador, que es quien riza el rizo en el circuito de la mirada fotográfica, logra encontrarse a sí mismo en tantas imágenes que recorren la alteridad de las personas y del mundo. Y quizá en el cierre de esa curva que va del autor al espectador de la imagen -un circuito abierto a la infinitud de miradas que en principio “leerán” la foto- resida el acceso a aquella especie de clasicismo propio: cuando la creación de la imagen revela algo general en la plasmación de una visión individual y subjetiva; cuando la mirada de la “cámara” logra exponer las condiciones de un mirar sencillamente humano, universal e intersubjetivo.