Pequeños bultos en el paisaje que hoy evocan los impecables productos de Costantino. Bárbara, la faena de la artista adquiere una sofisticación estética que envidiarían nuestros burdos antepasados. Es que no faltan antecedentes documentando que el afán por la elegancia de las formas no fue ajeno a esas prácticas. En Poncho de verano, Roberto Payró establece un cruel paralelismo entre la confección de un modelo de alta costura y el suplicio que consistía en colocarle a la víctima un cuero de vacuno fresco con el pelo hacia adentro, para que al secarse con la acción del sol se estrechara y la oprimiera hasta ahogarla. “¡Lindo poncho fresco de verano!”, exclamaba el verdugo coqueteando con la moda.
En sus muros y frisos Costantino deja al descubierto un holocausto que se desliza por las tuberías; potrillos, corderos y cerdos en estado fetal que se acumulan en los recodos. Los grupos escultóricos –calcos de animales muertos en tamaño natural–, por su delicada apariencia y labilidad, se constituyen en metáfora de las víctimas humanas. René Girard observa que el sacrificio cumple una función en la sociedad, que la protege de su propia violencia, la aplaca y la desvía al provocar una satisfacción parcial del instinto, y concretamente especifica: “Todas las víctimas, incluso las animales, para ofrecer al apetito de violencia un alimento que le apetezca deben semejarse a aquellas que sustituyen”. Costantino reflexiona sobre la naturalidad con que en el campo argentino se sacrifican los animales y la ligereza con que se manipulan vísceras y carnes. Y es Rodolfo Kusch, autor de La seducción de la barbarie, quien le asigna a ese sentimiento la atracción que ejerce la barbarie, el poder de sacar a luz una violencia que se vuelve negativa por ser clandestina.