no era la de esos verdugos sino la de sus víctimas, es decir, los judíos internados en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, aunque tal dispensa existiese, ello no quita que Nicola ha buscado provocar un estremecimiento en el público, atenuado quizás por las refracciones que la violencia simbólica del acto de extracción de la grasa ha experimentado a través del mundo amable de lo cotidiano, pues esto es lo que implica el haber perfumado y haber dado formas sugerentemente eróticas a los jabones. Tal producción de un cierto temblor interior, finalmente edulcorado por una estetización ramplona, parecería vincular el arte de Costantino con el kitsch.
Pero claro, el kitsch proyectado sobre la muerte engendra conglomerados significantes y emocionales que, gracias a los estudios de Saul Friedlander (Reflections of Nazism. An essay on Kitsch and Death, Bloomington e Indianapolis, Indiana University Press, 1993), hoy descubrimos íntimamente asociados a las prácticas culturales nazis. De manera que el mecanismo estético por el cual nuestra artista suponía, si es que esta suposición existe, desnudar el horror nazi, no hace más que reproducir y legitimar un carácter de esa misma cultura (aquella paradoja de una combinación imposible entre la muerte y el kitsch, emblema sublimado de una vida imposible y tonta sin asomo de tragedia). Mas, hay un agravante respecto de expresiones del Holokitsch como La vida es bella (Benigni) y hasta La caída de los dioses (Luchino Visconti), en las que la belleza escénica induce el giro kitsch sobre la muerte tout court. La proyección kitsch de Costantino se ha ejercido sobre el acto y el efecto de la producción industrializada del asesinato en masa.