La segunda razón me remite a Los endemoniados de Dostoievsky y, en buena medida, se ubica en los antípodas de la anterior. De esa suerte, los jabones de Costantino podrían verse como el resultado de la aplicación de un principio social (“schigalevismo” lo llaman los personajes de la novela, por cuanto Schigaliev había sido el inventor del “sistema”): el principio de que todo está permitido a la élite de los lúcidos autoformados, autoelegidos y autoimpuestos para el gobierno de las masas. En este caso, todo es posible para los connoisseurs, la libertad radical, la burla sin límites, el sarcasmo procaz, pues el resquemor, el escrúpulo y el control ético son instrumentos interiorizados en las almas de los simples con el fin de su más eficaz sojuzgamiento.
A nosotros, los iluminados y conscientes, nos toca ser libres y también sufrir; a los otros, los sometidos, trabajar, subsistir, recostarse en la moralina y vivir así seguros de que el mundo tiene un sentido. En síntesis, me permito aconsejarle, artístico lector, que no vaya a la exposición de Nicola Costantino. El frisson de su contacto con los jabones puede convertirlo, sin que usted se dé cuenta, en el contemplador indulgente, a gran distancia en el tiempo y en el espacio, de un crimen sin nombre. Hay tal vez en este detalle el rasgo de una perversidad inesperada, que va unida al ejercicio perenne de la capacidad mnemónica emocional del arte. Por otra parte, el chigalevismo ha tenido consecuencias históricas horripilantes. Y vos, Nicola, volvé sobre tus pasos, todavía te creo capaz, por otras cosas tuyas que conozco, de hacernos mejores gracias a la transmisión de tu sensibilidad y de tu experiencia estética.