Con vestigios de naufragio, rezagos de la marea, Paparella erigió la sonámbula espectral que vistió, como toda sombra, de blanco. Invocaba dioses antiguos en las riberas que, años después devolverían los despojos de supliciados por la dictadura. Las entrañas a la parrilla de Norberto Gómez y mucho antes las lancinantes imágenes de Juan Carlos Distéfano amplificaron los horrores vividos. Pero no debe rebajarse al discurso político, a la mera denuncia, a la narración del horror, este entresijo que Nelly Schanaith fijó de manera insuperable en “La confesión y la distancia”, texto del catálogo de la muestra de Distéfano en la galería Del Retiro en 1987.
“Cada obra” –dice Distéfano– “es un intento de vuelo. También la historia del fracaso del intento, de encarnar en obra esa imagen que se busca palpando como ciegos o sonámbulos”. Y remata, “porque fracasamos o, al menos fracaso yo, es que se vuelve a intentar el vuelo”. Ícaro, Tántalo, Sísifo, ese Adán arcilloso, vacilante sobre la tierra inestable, protagonistas de una saga que tiene nombres, apellidos o ausencias ominosas, NN, desaparecidos según la entelequia del genocida Jorge Rafael Videla. Entre el testimonio y la distancia, volvamos a Nelly Schanaith. En esa dialógica se empina la inmersión de Distéfano, las etapas de su búsqueda, la