Entre el expresionismo histórico y sus actualizaciones neofigurativas de los ’60, la pintura constituye en la producción de Distéfano, una etapa de tanteos en pos de una imagen propia. La recuperación de la figura humana emergiendo del fárrago gestual aportado por el informalismo, le da la libertad para concebir a sus personajes inmersos en sus subjetividades, pero a la vez para señalar de manera fragmentaria el entorno que los afecta y penetra. A pesar del brillante colorido, hay en estas obras sensación de desasosiego y amenaza de encierro, que se resuelve en el agobio del grafismo caótico, reemplazado más tarde por algún cerco lineal, plano de color o banda decorativa a modo de barrera que delimita el espacio, o por la representación reiterada del cerrojo como imagen-símbolo. En 1964 trabaja con soportes recortados en forma de torsos o cajas, y juega con la ambigüedad entre el ilusionismo pictórico de espesores y concavidades y unos escuetos relieves “reales”. Su pintura se objetualiza, tanto como lo que representa: individuos diluidos en la sociedad de masas.