Pero resulta que una noche estoy en mi viejo taller de la calle Corrientes, encarando precisamente un trabajo en grandes dimensiones con la imagen de la rayuela, y a falta de un caballete suficientemente grande me había armado una especie de trípode, sostenido del techo por unas varillas, donde había instalado el tablero con el trabajo. Y sucede que, no sé cómo, me falta luz, y entonces en vez de correr la lámpara se me ocurre movilizar el trípode, y va y se me desliza el tablero y se me cae con todo en la punta del pié. Y me lo pone como un globo violeta. Entonces me di cuenta de que, cuando uno juega a la rayuela, lo primero, o lo único, con lo que puede ingresar al tablero es con la punta del pie. Entonces dije: “No. Esto me dice que tengo que ingresar al juego de otra manera.” De allí hasta ahora, incluso el proyecto de investigación sobre la rayuela con el cual gané la Beca Guggenheim tuvo que ver con utilizar la rayuela como el eje de toda una estructura de trabajo, como sostén, si se quiere como referencia analógica hacia la que me remito y de la cual surgen nociones de otros trabajos. La rayuela es, para mí, la mutación.