El tejido es lo que constituye nuestro cuerpo, es la tela que da forma a nuestros órganos. El tejido puede restaurarse frente a una herida, pero su anomalía determina el origen de lo enfermo, la latencia de la muerte.
El tránsito final de la vida es uno de los temas que atraviesa la obra de Silvia Gai (Buenos Aires, 1959), pero esto no aparece a la vista del espectador, siempre está velado. Bajo la sana y blanca apariencia de los órganos se esconden puntos que se corren, nódulos y melismas que se esconden.
La obra de Gai, al igual que la de Aslan, demanda de una mirada que escudriña, que observa atentamente, como la del científico. Entabla un diálogo duro con el espectador sobre aquello que se prefiere silenciar, que se busca eludir, ocultar y que tiene que ver con lo enfermo: lo que nos afecta a todos por igual, más allá de las diferencias de clases, géneros, edades y etnias. [...]
La obra de Gai gira hacia un abordaje poético de la muerte, refinando la técnica e incorporando el valor de lo cromático. Los cortes histológicos los desarrolla en hilo de coser, aparentan dibujos en la pared al ir pegados al muro. El hilo de coser tejido desarrolla la idea de grupos de filamentos que puede ver el investigador bajo el microscopio. El refinamiento del hilo y su expansión por el muro embelesan al espectador, lo hipnotizan y le hacen olvidar que es el fragmento de un organismo que alguna vez estuvo vivo, sometido a la mirada obscena y escrutadora del científico.
Nuevamente nos encontramos ante la situación de la mirada: todo depende del lugar que uno adopta. Pero Gai nos enfrenta a reflexiones de tipo ético. Tanto la enfermedad como la