Humberto Rivas fue el amigo ganado en la juventud, de esos pocos con quienes la amistad no se deteriora ni se pierde a lo largo de los años.
Fue también el artista cuyas obras agregaban otra dimensión a esa amistad de encuentros afectuosos. Era él en sus obras y era más que él, sobre todo una mirada que, perteneciéndole, se emancipaba registrando lo real de un rostro, un muro, un paisaje, y lo revelaba de una forma esencial para que el rostro, el muro, el paisaje contaran otra historia.
Con Rivas, como sucede con los grandes fotógrafos, nada ni nadie permanecía idéntico después de que el disparador lo fijara [...]
Si el arte tiene una capacidad transformadora, parecería que ningún arte modifica tanto a quien mira como al objeto que se deja mirar, quizás incautamente, por el ojo (y el arte) del fotógrafo. [...]
Esa mirada no inocente modifica en el espectador su percepción de lo real: descubrirá a su alrededor múltiples matices de blancos y negros, de luces y sombras, y en el despertar del día o la noche, en cada paisaje, en cada habitación desierta, en cada rostro, vegetal, animal o humano, percibirá también una geografía particular (la que le reveló la foto), puesta significativamente en el mundo con un silencio que la naturaleza no conoce. [...]