El corazón de un fotógrafo se muestra en sus imágenes. A veces de manera explosiva. Es el caso de los talentos fragorosos. Jacob Riis, Garry Winogrand o Diane Arbus, en los Estados Unidos. Robert Capa, Alexander Rodchenko o Man Ray, en Europa. Daniel Muchiut, Jorge Sanz o Alfredo Srur, en nuestro país. Frente a sus obras, es imposible quedar impávido. Pero a veces ese corazón late de otra manera. Más silenciosamente. Y expresa universos inasibles. Eso esconden las fotografías de Humberto Rivas.
Podría recordar, de él, diferentes momentos. Un día en su estudio de la calle 25 de Mayo, cuando nos mostró varias diapositivas que había hecho de una vasija de La Candelaria, que diferían en un octavo de diafragma una de otra. Me acuerdo de Miguel Rodríguez, mi maestro, y a mí, inclinados sobre el negatoscopio, intentando ver lo que no veíamos. Y luego viéndolo, gracias a las indicaciones de Humberto, a la navaja afilada que tenía en el ojo. Sólo él era capaz de ver esas sutiles diferencias a primera vista, sólo él era capaz de mostrarnos que dos tonos casi idénticos eran en realidad distintos.
Podría también evocar mi admiración hacia una técnica que en los primeros años setenta yo aún no tenía, y él manejaba como un violín. O rememorarlo como asistente de Miguel en La Raulito. [...]