A pesar del predominio de pinturas al óleo y al temple en estos años, Yente no abandonó las técnicas del dibujo. En 1938 realizó un par de tintas sepia en las que, con grafismos lineales superpuestos –aquellos muy criticados por Del Prete en sus obras de 1935–,
logró variedad de tonalidades con las que definió los planos. En estos trabajos parece inclinarse más a una geometría sin residuos representativos, a pesar de la accidentada textura generada por el entrecruzamiento de los trazos y las gradaciones de valor con las que están tratadas las superficies. Todo ello unido a los toques de gouache para acentuar las zonas luminosas, sugiere los planteos volumétricos que concretará en los años 40 con sus relieves.
En este, como en otros períodos de su obra, la artista puso a la geometría siempre al borde del colapso, ya sea porque las formas en su disposición ingrávida tendían a disgregarse, porque al ser atravesadas por grafismos se oponían a la disciplina de un polígono o porque su misma irregularidad las volvía sospechosas de residuos figurativos, aun cuando fueran firmemente controladas por un borde negro.