Si muchas de sus obras se relacionan con la biología –una pasión juvenil artísticamente recreada–, ahora presenta su autorretrato para el que eligió tres recipientes cuyos prototipos provienen de la alfarería.
En estos objetos, la trama material –elaborada con hilo y aguja– es su vez trama simbólica, donde se anudan los sentidos de una vida. Y es posible, que este sea un vehículo eficiente para concebir un autorretrato, en el cual se amalgaman representación y metáfora.
Los elementos tienen en común la capacidad de “recibir”. El más oscuro contiene extraños restos; el grisáceo está internamente compartimentado en tres sectores y el rojizo expande su boca en una corola enmarcando una concavidad bulbosa. La fijación de formas y la coloración se realizan en un mismo proceso, en el cual se mezclan al azúcar –factor de endurecimiento–, carbón, tierra y un derivado del hierro para las respectivas tonalidades.
Colores, formas y procedimientos se vuelven significativos a la hora de interpretar el conjunto. El negro subraya la posible tipología de urna funeraria que guarda –ocultando y venerando a la vez– restos de algo que ha muerto, pero que por ello no será necesariamente olvidado. La figura de una copa parece más dispuesta tanto para recibir como para ofrecerse, no sin discernir dónde, cómo y para qué. Finalmente, la vasija se vuelve fecundo ámbito generador, transformándose ella misma en un ser en floración.