En las obras realizadas a partir de 1988, el objeto encontrado juega un rol importante, pero ya no es residuo del consumo, sino que ahora es indicio de naturaleza –restos vegetales traídos por el río– o de algún naufragio –cajas de instrumental naviero– cuya melancolía invoca lo poético. Como joyas, las ramas engarzan en bronce y personifican tanto temperamentos como arcanos símbolos o seres fantásticos. Relucen los metales guardados en viejos cofres, que afirman a cada destello que No todo lo que brilla es oro, título que inicia la serie. La artista depura las formas en diseños de cifra geométrica y la técnica la introduce en ciertas ortodoxias de la escultura: cálculo y planificación, pedestal, proceso constructivo, materiales “nobles”, buena factura. Luego se incorporan los juguetes, los suvenires más o menos intervenidos, sobre bases de bronce, plomo o de madera laqueada, que hacen de preciosa montura a la “gema” que recobra la nostalgia, el afecto y el simbolismo alquímico. En la búsqueda del oro filosofal la materia se transmuta y se eleva como el espíritu.