“Yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos dellos traían un pedazuelo colgando de un agujero que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un rey que tenía grandes vasos dello, y tenía muy mucho”, escribió el Almirante Colón en su diario de viaje. Para ser amigable, el navegante obsequió a los nativos “unos bonetes colorados y una cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla”.
La otra voz, la de los nativos es lapidaria: “Como unos puercos hambrientos (los españoles) ansían el oro”, dice un texto náhuatl atesorado en uno de los pocos códices sobrevivientes, donde contaban su mitología, su calendario, la descripción de los atributos de sus dioses y del ritual religioso, de sus peregrinaciones, la memoria de su vida social y política, sus triunfos y derrotas.
Los aborígenes suponían, con cierta benevolencia, que la barbarie de los conquistadores no se debía a su crueldad... “No lo hacen por sólo eso, sino porque tienen un Dios a quien ellos adoran y quieren mucho, y por haberlo de nosotros para lo adorar nos trabajan de sojuzgar y nos matan”,