travestida se afirmó en su circularidad: era ella aún cuando, desmaqui-llada, revelara su masculinidad, aún cuando vestida de muchacho, se retratara junto a su madre en el contexto de un hogar españolísimamente cristiano. Esta idea de un retrato desarrollado en varias fotografías concatenadas es la manera en que Rivas dio rienda suelta a su primer amor por el cine, amor que lo impelió a la fotografía por sobre la pintura. Esta elección también fue influida por la admiración que experimentó, a fines de los ’60, por los retratos de Anatole Saderman, un pionero de la fotografía moderna en la Argentina al que Rivas consideró su maestro.
El arte cinematográfico, que el artista despuntó en algunas experiencias realizadas en cortometrajes de 16 mm como Unos y otros de 1973, ya había influido en su fotografía, no solamente por la obsesión con la que desde el principio trató la iluminación, sino por algunas actitudes elegidas a la hora de editar un retrato. De que otra manera podríamos calificar más que de bergmaniano, el dedicado a Germaine Derbecq (Germaine, c. 1975), directora de la mítica Galería Lirolay de Buenos Aires, donde Rivas hiciera sus primeras exhibiciones. Sus ojos cerrados y la atmósfera de grises medios, no hace otra cosa que acusar la expresividad introspectiva de su rostro.
Artistas plásticos entre los que se cuentan Aizenberg, Distéfano, Páez, Noé, Macció, Heredia, Marcia Schvartz, María Helguera –su mujer y apasionada