materia; lo que entrevemos es la ubicuidad de una ausencia primordial: falta la gente. La escueta claridad de la geometría se deja filtrar por la vaga emanación de ese vacío que demanda la participación imaginaria del que mira para encontrar sentido.”
Es la clave para la lectura de estas obras. Igual que para interpretar su Homenaje a Man Ray (1979) en el que un rinoceronte metido en un exiguo habitáculo de zoológico pierde su cabeza en una estrecha puerta que parece engullirlo.
Lo mismo sucede con la contundente oscuridad de Rincón feliz (1980) –tan espectral como el relato de Henry James del que recibe su título–, en el que se filtra solo un minoritario reflejo labrado por el detalle arquitectónico que la luz atraviesa y copia sobre el muro sombrío, y cuyo diseño diagonal sugiere la perspectiva de un espacio negado por la sólida planimetría de la penumbra. Fantasma que, vulgarmente cotidiano y a la vez hallazgo sorprendente, asalta la pared de ladrillos de otra fotografía homónima cuyo diseño parece definido por la impronta de hollines de fogata, encendida por fuerza de la marginalidad y el desamparo. Un entramado de sugerencias que se repite en otros recovecos habitados por la oscuridad y la incertidumbre.
Y esta atmósfera de barroco tenebrismo rodea también a sus bodegones, en los que frutos, flores marchitas, atuendos decimonónicos deshabitados