[...] Los paisajes se marchitan. Nacen, viven, se degradan y mueren, como los seres. El tiempo esparce su polvo mágico sobre ellos, y a la vez promete días de ventura y augura un final. No es esa dimensión cósmica la que interesa a Humberto Rivas. Él sabe que el destino y la nostalgia pueden esconderse en la roca, en el árbol y en la nube. Pero de la naturaleza parece interesarle más su poder fagocitador, su presencia amenazadora más allá de cierto umbral, su crecimiento inexorable en el abandono, la respuesta predatoria que se producirá antes o después.
En el escenario urbano el tiempo retorna al plano de la condición humana. El rostro de las paredes se aja y se arruga, costurones toscos mal cierran las heridas, resecas pinturas se transforman en palimpsestos escritos por otras luces, otras lluvias, otras lunas. Humberto Rivas sabe que no es fácil hacer hablar a las paredes. Como los personajes de sus retratos, han de ser seducidas. Uno tiene que mirar sus cicatrices y dejarse conmover. Hay que poder escuchar los relatos escondidos tras las puertas cerradas y las ventanas a ninguna parte, hay que oír las voces de un tiempo que pasó irremediablemente y que, a lo más, quedó hecho jirones o simplemente mugre silenciosa, muy silenciosa.
[...] El tiempo pasó por estos lugares y marchó con su estruendo a otra parte, a otra esquina de la ciudad. Y aquí, perdido su sentido, quedó el