Jacques Bedel
El puño de plata, 1990
Luis Fernando Benedit
Y al principio fue la codicia (fragmento), 1990
Victor Grippo
El dorado huevo de oro
1990
Clorindo Testa
El espejito dorado, 1990
Alfredo Portillos
Cacique Saquesaxigua muerto por el Capitán Ximénez de Quesada por no
revelar el lugar de
El Dorado, 1538, 1990
En setiembre de 1990 el grupo vuelve a exponer en la Galería Ruth Benzacar; la muestra se titula
El Dorado. Siempre bajo la curaduría de Glusberg, esta vez Bedel, Benedit, Grippo, Portillos y Testa presentan un ceñido conjunto de instalaciones en torno a uno de los mitos que alentaron las aventuras de la codicia en la conquista de América: la leyenda de El Dorado, país fabuloso, región de riquezas incalculables, cuya imagen surge del relato deformado de las ceremonias de los chibchas en la laguna Guatavita.
El catálogo de la exposición traza brevemente la historia de los diversos mitos sobre la América recién “descubierta” –del Edén de las especias al Edén de los metales preciosos–, para recalar en la historia de las tres expediciones que se lanzaron, a través del territorio de lo que hoy es Colombia, tras el supuesto tesoro: la de González Jiménez de Quesada, iniciada en 1536, la de Nicolás Federman, ese mismo año, y la de Sebastián Belalcázar en 1538 –tan sólo tres casos puntuales de una larga serie de intentos vanos mencionados en las crónicas–. Esta búsqueda sangrienta de una ciudad o región del oro en verdad inexistente, resulta ser para el curador, “metáfora de metáforas” del contradictorio vínculo entre razón y fantasía con que los conquistadores alimentaron su construcción imaginaria de América.
El conjunto de obras hace confluir la pervivencia de procedimientos conceptuales con una fuerte presencia de la imagen.
Jacques Bedel vuelve a sus simulacros de restos arqueológicos con El puño de plata, un tótem de aluminio electrolítico montado sobre las ruinas de lo que bien pudiera ser, según el catálogo, un templo del mítico país de Manoa. El baño metálico y el color azul eléctrico que trepa por la pieza, le quitan carácter biológico a este hueso “mineralizado”. El hueso-puño alude a una violencia, una imposición, que se yerguen sobre los restos de las civilizaciones amerindias.
Luis Benedit instala Y al principio fue la codicia. El conjunto procede por acumulación de datos que funcionan como índices de situaciones más amplias y complejas: la geografía de América está referida con la imagen del volcán Misti; sus pobladores, por los nombres de los pueblos originarios de la región dispuestos en carteles; los viajes de ocupación, por un objeto, una embarcación. La codicia está conceptualmente señalada a través de dos paneles, uno dorado y otro plateado, mientras que la venganza del territorio conquistado se cifra en la presencia del mosquito, la piraña, y la descripción del proceso de la sífilis –enfermedad que, según algunas teorías, sería de origen americano–.
Víctor Grippo, con
El Dorado huevo de oro, recurre a una instalación con aspectos íntimos. Sobre una tarima blanca, un pequeño barco que había realizado en su infancia aparece contenido en una burbuja de cristal rota, encallado en un blanco paisaje de yeso. En el otro extremo, un espejo devuelve esta imagen de encierro, rotura y desolación. “América es esa navecita de ilusiones, que ve su futuro porque se ve a sí misma al mirar hacia lo ignorado.”
La alusión al huevo es, como tantas otras veces en el autor, cita de uno de los símbolos clave de la alquimia. Pero este “huevo de oro” está escondido, y la burbuja que contiene a la nave, rota, con lo que ésta, impedida de avanzar, queda atrapada en la contemplación del espejo/espejismo.
También en la instalación de Clorindo Testa aparece este trabajo con el espejo, ese doble juego con la palabra y su significado en el sentido de duplicación de imagen y de ilusión. En El espejito Dorado presenta una barca recostada sobre lo que conceptualmente se transforma en una ribera, a través de una serie de placas de cerámica que llevan la huella de pies desnudos. Los pasos se detienen ante un espejito, del que cuelga un dije de oro, con la forma aproximada de una zanahoria –nuevamente según el famoso dicho de la zanahoria ante el burro–. La obra trabaja también con otro lugar común, el de los “espejitos de colores” repartidos por los conquistadores a cambio de la riqueza mineral de América. Pero aquí, ese espejo revierte sobre los propios europeos. Llevados por el espejismo del oro se han adentrado en la profundidad del continente, como el burro que persigue una zanahoria que cuelga permanentemente delante de sí, a matar y morir en vano.
Alfredo Portillos expone una forma diferente de altar, adecuada al tema a problematizar. En esta ocasión ya no se trata de un remedo antropológico, a la manera de muchas de sus realizaciones de los años '70, sino de un tríptico como los del Renacimiento o el Barroco europeos. Una de las alas laterales contiene una momia de tamaño natural, como las típicas precolombinas, realizada en resina poliéster y cubierta con restos de telar de colores: perfecto simulacro de un hallazgo arqueológico. Se trata del cacique chibcha Saquesaxigua, torturado hasta la muerte por el capitán Ximénez de Quesada, para que confesara el paradero del inexistente El Dorado. En el otro lateral, una momia de igual tamaño representa al capitán español, muerto a su vez por los chibchas. Esta segunda momia, en vez de restos textiles, se viste con peto plateado de armadura y lleva en la cabeza un resplandor de plata similar a los de un Cristo o santo barroco. En el panel central, un mapa de apariencia antigua dibuja la región de estos sucesos sangrientos: el río Magdalena, trazado a pluma, más un pequeño objeto de oro y una barca en medio del río, repleta de lo que constituyó el verdadero oro de América, el tesoro inadvertido por la ceguera del conquistador. Son los dorados granos del maíz que, junto con la papa, combatieron el hambre y cambiaron la mesa europea.