Distéfano, que se abrió a la creación por la vía de la pintura y el diseño gráfico, más de una vez ha recordado una experiencia clave que lo decidió a expresar su arte en el espacio: el impacto que en su momento le provocaron los frescos de Masaccio en la Capilla Brancacci de Florencia. Allí, ante la imagen de San Pedro en el fresco del Tributo, sintió cómo, aun en el plano de una pintura, el peso del cuerpo puede llegar a asumir la forma de una sólida construcción. Pero, seguramente, en ese mismo ámbito [...] se le debe haber revelado también una de las imágenes más poderosas de la historia del arte: Adán y Eva, expulsados del Paraíso. El episodio bíblico, una imagen paradigmática de comienzos del quattrocento convertida en una anticipación de la tragedia moderna: el hombre abandonado a su propia suerte, un ser desgajado, sin reposo.
Es posible que allí nacieran también algunos de los temas que recorren su obra y alcanzan un pulso particularmente dramático a partir de 1975: el ascenso, la caída y la ausencia de reposo. La alegoría de Ícaro, no ya en su camino triunfante hacia el sol sino en su vuelo mutilado y también esos seres encogidos que se aprietan a la tierra como cuscos acobardados. Las figuras de Distéfano evocan una y otra vez ese tropiezo fatal que ya no brindará sosiego. Desnudas ante el mundo y ante sí mismas, en su infinita palidez, sus criaturas parecen sin embargo empeñadas en escapar a esas fuerzas que las impulsan hacia abajo”.